lunes, 30 de abril de 2012

Capítulo 16. Miedo.

Me despierto a la mañana siguiente, con las palabras de Jenni en mi mente. Y, aunque me cueste reconocerlo, con sentimiento de culpa, quizás hubiese sido mejor hablarlo, sí, pero esta vez más seriamente, de verdad, que viese en mis ojos el dolor. Decido llamarla por teléfono, ya que no me atrevo mirarla a la cara. Lo que me empuja a hacerlo son los recuerdos que tengo con ella desde pequeña, las sonrisas, sus buenos consejos, y que, ni un chico, ni dos, ni tres, ni todos los del mundo, pueden hacer que dos amigas se distancien, y muchísimo menos, lo que yo le hice. Me siento avergonzada, y mucho. Marco su móvil.


- ¿Si? - me responde -.
- Jenni, soy Clara.
- Lo sé, dime.
- No sé como decirte esto. No me interrumpas ¿vale?
- De acuerdo - hablaba en un tono secante, no enfadado, pero serio -.
- Lo de ayer... No sé por qué coño te lo hice, estaba cegada por la rabia, de que siempre tú... Bueno ya sabes, ya hemos hablado de esto. Y quería decirte que, me arrepiento muchísimo, he estado pensando, y mi madre lleva razón, tal vez, con hablarlo, me hubiese quedado tranquila, y que... perdón.
- Clara, tu sabes como soy con los chicos de... No tengo descripción, y si es verdad que siempre te los he quitado a todos, pero también es verdad que no puedo perdonarte, porque no tienes porqué pedirme perdón. Sé que me lo busqué yo sola.
- Gracias de verdad, te quiero mucho.
- Y yo, por cierto ¿Se lo has contado a tu madre?¿Lo del vigilante?
- Si - digo riendo - pero disfrazando la verdad, le he dicho que lo conocimos en un parque y que tendrá unos dieciséis años.
- ¡No jodas! 


Y así nos pasamos la tarde, riendo, como si nada hubiese pasado. Pero en el fondo, un eco de dolor invadía mi ser. Algo que me imploraba culpabilidad por haberle contestado así a él. Al sin nombre. Al motivo por el que le partí el brazo a Jenni. 


Mucho más tarde, cuando la luna empezaba a salir, dejando atrás el sol, me dio un deseo repentino de salir, de playa. De Playa Azul. No sé que ponerme, hace calor, es plena primavera. Me pongo mi bikini blanco, y el vestido playero, sí, el del sueño, y sonrío con aquel pensamiento. Fue tan real... Voy distraída la media hora de camino escuchando música de mi mp3. Llego. Hace demasiado oleaje, la marea está alta. Me siento en la arena, bastante retirada de la caseta de los vigilantes, por si acaso está Jose, no quiero que me moleste nadie. Abro mi libro, y empiezo a leer '' A tres metros sobre el cielo '' de Moccia. 


Se acerca alguien, y se sienta a mi lado, le miro, no le conozco. Me incomoda el echo de que un desconocido me esté mirando así. Decido levantarme e irme, la situación no me está gustando nada, siento miedo.

- Has elegido un buen sitio para leer, aquí detrás de las rocas, escondida - me dice el desconocido levantándose y caminando detrás de mí.
- Si, pero se ha echo de noche, la luz de la luna, por muy bonita que sea, no permite seguir - digo sin darme la vuelta, y andando aún más deprisa.
- Para - me dice cogiéndome por detrás - eres preciosa - dice mirándome a la cara.
- Suéltame.
- ¡Uy! La gatita saca su genio.


En ese momento, intenté escapar de sus brazos y salir corriendo. Lo hice, pero me alcanzó. ¡Jose! ¡Ayuda! Grité antes de que me tapase la boca. Mientras me cogía con fuerza la boca, me arrancó el vestido rompiéndolo, y lo usó de mordaza. En ese momento comprendí que esto ya no era broma, como lo fue en su día con Jose, y, ese vestido blanco, que tan buenos recuerdos me traía, se convirtió en mi pesadilla, en mi enemigo, en el objeto que hacía que yo no pudiese salvarme. Me apoyó contra el tronco de una palmera. Empezó a besuquear me, mientras, el miedo que sentía, el terror, solo me dejaba hacer una cosa: llorar.


Estaba con los ojos cerrados, no quería ver lo que ese desgraciado iba a hacer de mí. En ese momento escuché un golpe fuerte. Y lo vi a él, a mi héroe, al vigilante que tanto me gustaba, con algo en la mano, con un palo ancho de madera en sus manos, y miando al suelo, donde estaba tirado el hijo de puta que iba a hacerme eso. Se acercó rápidamente a mi, me quitó el vestido de la boca, y lo usó como sábana para cubrir mi cuerpo semi desnudo. En ese momento, me derrumbé aún más, no paraba de llorar mientras él, me ayudaba a caminar, nos dirigíamos a la caseta. No sé exactamente por lo que lloraba, fue un cúmulo de cosas. El miedo que había pasado hace unos minutos, la impotencia de no poder avisar a nadie, el asco que me daba, la alegría que sentí al ver al socorrista, una alegría mezclada, más por el echo de salvarme que por haberlo visto, y luego, porque sí, porque no entendía, qué hacía él aquí, se suponía que se había ido.



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